_“Sos vos, Socorro, sos vos.”Mi historia es sencilla. Somos tres hermanas, pero hace tiempo que dejamos de ser una familia. Espero que no les moleste, que los trate así. Digo, como público. Es provisorio. Si quieren les cuento...
Somos tres. Pero, una sabemos, es adoptada. Nacimos trillizas pero una de nosotras murió en el parto. Mamá estaba desconsolada, y no podía disfrutar de ninguna de nosotras sabiendo que siempre le faltaría una, no importaba cuál. Así que inició los trámites de adopción todavía desde la clínica. Había sido un parto muy difícil. Todo esto contado por papá, que también tuvo lo suyo. Mejor no tocar el tema. Así es que a los pocos días, éramos de nuevo tres bebas, en casa. Mamá y su marido tomaron la decisión y fueron inflexibles, adamantinos: nunca dijeron quién era la adoptada.Y nos quisieron a las tres por igual. Con un amor que apenas podría haber alcanzado para una sola.
Nos llamaron María Socorro, María Brujas y maría Axila. Yo soy Socorro, pero no tengo pruebas para decir que sea la primera. O la legítima. María Axila ha estudiado un poco de todo, y siempre fue muy buena en lo que se propuso. Así que teniendo en cuenta la vulgaridad de papá y mamá nosotras dos siempre sospechamos de ella. Ahora mismo tiene un programa de televisión. Enseña fonética, filología comparada, esas cosas.
(Al teléfono)
Y la otra también. Idiota. Solo espero que se muera antes que nosotras dos, y que tenga un velorio sofisticado, y que el entierro sea un desfile de capelinas, y que sea lejos, y que llueva.
Sí, todo esto último son imágenes, imágenes generadoras de posibilidades. Soy escritora. Entonces utilizo la irritación que siempre me provoca mi hermana, no se si es mi hermana…esa inútil. No puede dejar de molestarme, de la misma manera que no puede dejar el cigarrillo. Yo soy fóbica al cigarrillo. Cuando María prende uno hace exactamente veintisiete movimientos inútiles de lucimiento personal. Llamo lucimiento personal a que por ejemplo: entrecierra los ojos, casi como si sedujera a un chancho al borde del tejado para que no se arroje. Se acaricia a penas el mentón con el canto del pulgar de la mano que sostiene el cigarrillo, como si pensara algo, algo que evidentemente no ocurre nunca. La mano que sostiene el encendedor juguetea apenas con él como si arremangara a un miembro masculino firme y erecto, dispuesta a regar de placer. Frunce el ceño, acompañando la llama, como si se reprodujera un temor primitivo, como si fuera una estúpida hembra en la caverna viendo caer el rayo que acaba con el bosque de sequoias.
Odio ver fumar.
De "La extravagancia", de Rafael Spregelburd.
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